"Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta, al menos no le quitarás ese derecho. Dime, ¿quién te ha dado el soberano poder de oprimir a mi sexo?". Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, 1791.
Por: Licda. Yesenia Marchena
Dirigente Sindical y Política
Nació el 7 de mayo de 1748 en Montauban, Francia. Sus padres, de origen burgués, la bautizaron Marie Gouze y en 1465, arreglaron su matrimonio con un hombre mucho mayor —costumbre de la época— cuando apenas tenia 17 años, habiendo quedado viuda y con un hijo a los 19. Nunca más volvió a casarse porque la experiencia del matrimonio, al que calificó como "tumba de la confianza y del amor", no sólo representó para ella desamor sino el deseo de determinación e independencia femenina, jamás pensado entonces.
Su origen acomodado le posibilitó estudiar y darle buenos estudios a Pierre Aubry, su hijo, con quien se mudó a París en 1770. Allí frecuentó salones literarios y conoció a la élite intelectual del Siglo de Oro francés. Cuatro años más tarde arrancó su carrera literaria apadrinada por el poeta Jean Jacques Lefran de Pompignan, de quien se sospechaba que sería hija biológica. Por esos años comenzó a firmar sus textos con distintos seudónimos hasta que, más tarde, adoptó el que la hizo trascender hasta el presente, Olympe de Gouges.
Entre esos primeros escritos dejó importantes obras de teatro que llegaron a escena cuando logró montar una compañía de teatro itinerante que recorría París. Fue tal el impacto generado por esas piezas que pronto comenzaron a ser representadas en toda Francia. La obra más conocida —La esclavitud de los negros (L'esclavage des noirs), de 1792— fue inscrita en el repertorio de la Comédie-Française en 1785 con el título de Zamore y Mirza, o el feliz naufragio (Zamore et Mirza, ou l'heureux naufrage). En esa representación, Olympe pretendía llamar la atención sobre la condición de los esclavos, cosa que la llevó a enfrentarse con los miembros de la Comédie, que dependía económicamente de la Corte de Versalles donde muchos nobles se enriquecían con la trata de personas negras, y con comerciantes de altamar (el 50% del comercio exterior recibía ingresos por las colonias negras). Como resultado, de Gouges fue encarcelada en la Bastilla, pero fue liberada al poco tiempo por la influencia de sus amistades.
Con la Revolución Francesa su obra fue, finalmente, representada en la Comédie Française, pese a las presiones y amenazas del lobby colonial. Sin notarlo, quizás, se había convertido en la primera voz que reclamaba la abolición de la esclavitud: en ese tono, escribió ensayos que la llevaron a ganar la admiración y apoyo de los principales referentes del movimiento abolicionista como el abate Grégoire y el diputado girondino Brissot. A eso siguieron las publicaciones de panfletos políticos que llegaron al Periódico General de Francia. En uno se refería al proyecto de impuesto patriótico [lo desarrollará más tarde en su famosa Carta al pueblo (Lettre au Peuple)] y en otro dibujaba un amplio programa de reformas sociales. Estos escritos fueron dirigidos a los representantes de las legislaturas de la Revolución, a los clubes patrióticos y a personalidades que ella admiraba. Luego fundó varias Sociedades Fraternas para ambos sexos.
En 1785, publicó para el teatro francés una fuerte denuncia en contra de la la esclavitud y tres años después fue recibida por los abolicionistas en la Sociedad de Amigos Negro. En 1789 escribió una secuela de la unión de Figaro de Beaumarchais en la que denunció el matrimonio de las niñas y los defensores de la emancipación de la mujer forzada.
Su participación en la Revolución Francesa y su legado para el feminismo
Cuando se produjo la Revolución Francesa en 1789, Olympe tenía cuarenta años y había redoblado su actividad militante multiplicando, también, la producción de folletos y panfletos en los que exigía la igualdad de derechos de todos los ciudadanos independientemente de su sexo, color de piel o ingresos, pero también exigía el derecho al divorcio (que será respondida a partir del 20 de septiembre de 1792).
En 1791 se produjo un hecho bisagra en la historia y para ella: la Asamblea Constituyente aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, texto fundamental de la Revolución Francesa que significó los cimientos para alzar el nuevo régimen que traspasó las fronteras de ese país y que aún forman parte de los gobiernos democráticos (los conceptos claves son la división de poderes, la soberanía, las libertades del hombre como la opinión, libertad de prensa, culto, la igualdad jurídica, la propiedad jurídica y el pago de impuestos según los ingresos de cada individuo). Pero el hecho digno de una revolución social y política no lo fue tanto puesto que limitaba el alcance de esos derechos: el voto estaba relegado para los ciudadanos activos, o sea varones de más de 25 años que pagaran una contribución directa igual o superior al valor de tres jornales. Eso reducía a un escaso 15% de la población la cantidad total de electores. Todos los hombres menores de 25 años, las personas sin residencia fija y las mujeres eran considerados ciudadanos pasivos y no tendrían derecho de participación en la vida pública.
Al no poder obviar esos "detalles", Olympe decidió parafrasear ese escrito con su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana que comenzaba con las siguientes palabras: "Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta". El texto tiene una dedicación a la reina María Antonieta: "La mujer que tiene el derecho de subir al cadalso, también debe tener el derecho a subir a la tribuna" (Art. X). Además, denunció la pena de muerte y reclamó el derecho al voto, independientemente del género. Su texto es uno de los primeros que proponen la emancipación femenina en sentido de igualdad de derechos y la equiparación jurídica y legal.
"La Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana constituye por sí misma un alegato brillante y radical en favor de las reivindicaciones femeninas y una proclama auténtica de la universalización de los derechos humanos", definen hoy algunos historiadores.
Lo hizo siguiendo el pensamiento de Montesquieu (separación de poderes), pero también apoyó los primeros albores de la monarquía constitucional, en un principio, luego adhirió a la causa republicana y se opuso a la condena a muerte de Luis XVI en 1793. Fue partidaria de los girondinos y advirtió sobre los riesgos de la dictadura criticando duramente la política de Robespierre y Marat. Ese partidismo, después de que éstos fueran eliminados de la escena política en junio de 1793, causó su detención en agosto de ese año bajo la acusación de ser la autora de un cartel a favor de ellos. En prisión fue herida y padeció serias infecciones que lograron su traslado y para que su detención le fuera más soportable empeñó sus joyas.
En prisión reclamó sin descanso ser juzgada para poder defenderse de las acusaciones y evitar al Tribunal Revolucionario. Su arma eran los panfletos y a ellos acudió por su causa: "Olympe de Gouges en el Tribunal revolucionario" y "Una patriota perseguida", decían sus últimos textos.
El 2 de noviembre de 1793, 48 horas después de que fueran ejecutados sus amigos girondinos, Olympe fue llevada ante el Tribunal Revolucionario sin poder disponer de abogado. Se defendió con valor e inteligencia en un juicio sumario que la condenó a muerte por haber defendido un estado federado, de acuerdo con los principios girondinos. Fue guillotinada 3 de noviembre de 1793. Según la declaración de un inspector de la policía y de la información del periódico contrarrevolucionario Le Journal, Olympe de Gouges subió al cadalso con valor y dignidad. Su hijo, Pierre Aubry, renegó de ella públicamente poco después de su ejecución, por temor a ser detenido.
De puño y letra: La "Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana" que escribió Olympe de Gouges en 1791
I – La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común.
II – El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de la Mujer y del Hombre; estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y, sobre todo, la resistencia a la opresión.
III – El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación que no es más que la reunión de la mujer y el hombre: ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane de ellos.
IV – La libertad y la justicia consisten en devolver todo lo que pertenece a los otros; así, el ejercicio de los derechos naturales de la mujer sólo tiene por límites la tiranía perpetua que el hombre le opone; estos límites deben ser corregidos por las leyes de la naturaleza y de la razón.
V – Las leyes de la naturaleza y de la razón prohíben todas las acciones perjudiciales para la sociedad: todo lo que no esté prohibido por estas leyes, prudentes y divinas, no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ellas no ordenan.
VI – La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las ciudadanas y ciudadanos deben participar en su formación personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma para todos; todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, por ser iguales a sus ojos, deben ser igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según sus capacidades y sin más distinción que la de sus virtudes y sus talentos.
VII – Ninguna mujer se halla eximida de ser acusada, detenida y encarcelada en los casos determinados por la Ley. Las mujeres obedecen como los hombres a esta Ley rigurosa.
VIII – La Ley sólo debe establecer penas estrictas y evidentemente necesarias y nadie puede ser castigado más que en virtud de una Ley establecida y promulgada anteriormente al delito y legalmente aplicada a las mujeres.
IX – Sobre toda mujer que haya sido declarada culpable caerá todo el rigor de la Ley.
X – Nadie debe ser molestado por sus opiniones incluso fundamentales; si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso, debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna con tal que sus manifestaciones no alteren el orden público establecido por la Ley.
XI – La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos de la mujer, puesto que esta libertad asegura la legitimidad de los padres con relación a los hijos. Toda ciudadana puede, pues, decir libremente, soy madre de un hijo que os pertenece, sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad; con la salvedad de responder por el abuso de esta libertad en los casos determinados por la Ley.
XII – La garantía de los derechos de la mujer y de la ciudadana implica una utilidad mayor; esta garantía debe ser instituida para ventaja de todos y no para utilidad particular de aquellas a quienes es confiada.
XIII – Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, las contribuciones de la mujer y del hombre son las mismas; ella participa en todas las prestaciones personales, en todas las tareas penosas, por lo tanto, debe participar en la distribución de los puestos, empleos, cargos, dignidades y otras actividades.
XIV – Las Ciudadanas y Ciudadanos tienen el derecho de comprobar, por sí mismos o por medio de sus representantes, la necesidad de la contribución pública. Las Ciudadanas únicamente pueden aprobarla si se admite un reparto igual, no sólo en la fortuna sino también en la administración pública, y si determinan la cuota, la base tributaria, la recaudación y la duración del impuesto.
XV – La masa de las mujeres, agrupada con la de los hombres para la contribución, tiene el derecho de pedir cuentas de su administración a todo agente público.
XVI – Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene constitución; la constitución es nula si la mayoría de los individuos que componen la Nación no ha cooperado en su redacción.
XVII – Las propiedades pertenecen a todos los sexos reunidos o separados; son, para cada uno, un derecho inviolable y sagrado; nadie puede ser privado de ella como verdadero patrimonio de la naturaleza a no ser que la necesidad pública, legalmente constatada, lo exija de manera evidente y bajo la condición de una justa y previa indemnización.